viernes, 20 de octubre de 2023

El ciervo de Vallecasar

 

Yo fui cazador



No es el único de los errores que he cometido ni, seguramente, será el último que cometa porque estoy aún muy lejos de ser perfecto.

Era el tiempo de la berrea. En ese momento, los ciervos, llenos de testosterona, abandonan casi todas sus precauciones para entregarse a la sagrada misión de transmitir la vida. Es entonces cuando es más fácil matarles.

Aquél mi último día como cazador, el ciervo, en la distancia, me miraba. Solamente podía verlo con los prismáticos. Estaba allí mirándome y yo con mil dudas en la cabeza. Quería que se fuera, que me evitara tomar la decisión pero no lo hizo, se quedó allí, interrogándome. Tras un buen rato, al menos cinco largos minutos, me ofreció su flanco, el blanco perfecto.

Disparé. El rifle que me habían prestado era muy preciso pero el calibre de su bala demasiado pequeño para causarle la muerte instantánea con un disparo certero. Además, el disparo no lo fue, le entró por su hombro izquierdo. Lo único que pudo hacer fue alejarse menos de cien metros del lugar en que estaba al recibir el impacto.

Al final de la jornada vino Antonio, uno de los guardas de la finca, y me preguntó qué había hecho. Se lo conté, le dije el lugar exacto en que estaba el ciervo cuando disparé y, acompañado por él, ya que yo solo no lo habría encontrado, fuimos a “cobrarlo”.

Antonio era un experto, supo “pistear” el ciervo y lo encontramos. Seguía vivo aunque no podía moverse.

Cuando llegamos, el ciervo nos miró. Nunca olvidaré esa mirada. No sé, realmente, qué sentía él. A veces he pensado que sentía curiosidad, incredulidad ¿o era una súplica?, seguramente tenía miedo, no sé, lo que está claro es que nosotros éramos su única esperanza.

Tampoco sé qué sentía yo, mi desconexión con mis sentimientos era total. Aún ahora me cuesta enormemente conectar con cualquiera de mis sentimientos, lo más que puedo hacer a veces es llorar.

Nunca olvidaré esos ojos castaños, iguales, exactamente iguales que los de la perrita que vive conmigo. Esa mirada se parecía tanto a la de Ola...

Pero traicioné esa esperanza. Al menos, Antonio le dijo: “Lo siento, macho”. Yo no fui capaz ni de rematarlo ni de decirle nada. Él se ganaba la vida como ayudante de los cazadores, de “los señoritos”.

Arrastramos su cuerpo inerte, monte abajo, por aquella ladera mientras su cadáver golpeaba, una y otra vez, contra las piedras y los árboles.

¿Qué siento ahora por aquel ciervo? Pues todavía no lo sé, quizá ternura, pena, agradecimiento, desde luego, dolor. También siento vergüenza, mucha vergüenza, en este caso es por mí.

A veces pienso que lo mejor sería olvidar aquella mirada pero, aunque quisiera, no puedo y es mejor que no la olvide, no sea que se me vuelva a ocurrir volver a hacerlo.

He tenido la tentación de ponerle nombre a aquel ciervo pero no lo haré, lo que sí debo es pedirle disculpas (aunque creo que es miserable pedir simplemente disculpas a un ser al que le has arrebatado la vida sin tener ninguna necesidad) y agradecerle que me regalara esa mirada que, aunque en ese momento no supe entender, se me quedó grabada en lo más profundo y me enseñó una de las cosas que, de ninguna manera, tengo derecho a hacer.

No hay comentarios: